Cuando el Cardenal Cipriani acusa a las
ministras del gobierno de respondonas, se le sale el machismo impenitente por
la pata de los caballos. Ese machismo no transige jamás con la más mínima modificación
del estatuto que la sociedad y,
particularmente la iglesia, acuerdan a la mujer. Incluso, si debido a su inteligencia la mujer logra acceder,
al desempeño de altas funciones de Estado.
La mujer continua, globalmente, a sufrir la sumisión impuesta
por el hombre en un contexto social que él mismo ha creado y, donde a menudo, es
relegada brutalmente a su rol reproductor, a su rol de objeto sexual, a su obligación
de ocuparse de la casa, de los hijos y otras ocupaciones de servidumbre. Pero además,
ella debe mostrarse humilde frente a las humillaciones morales, físicas e
intelectuales que se le inflige.
La mujer, para Cipriani, está llamada a observar
un sometimiento total y debe hacerlo de preferencia en silencio. La mujer debe callarse
en todas las lenguas. Jamás contradecir. Ella podrá abrir la boca, únicamente para
ratificar que no refuta, que no objeta, que no contradice, que no impugna, que
no responde, que no provoca…
¿Para qué sirve que Cipriani sea el
primero en conocer la doctrina Católica, si es el último en comprenderla?
¿Para qué sirve que sea el primero en la jerarquía
eclesiástica, si es el último en la jerarquía de los valores humanos?
¿Para qué
sirve ser el primer predicador de la buena palabra,
si Cipriani solo emplea insultos y malas palabras?
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