Cómo podemos empezar estas líneas sin pensar que la condenación de Fujimori, al sentar un hito probablemente mayor en la historia de la delincuencia de Estado y su justo castigo, tiene un alcance pírrico.
Un efecto de indudable repatriación del sentido del honor nacional, es cierto, pero es ajeno, sordo, simbólico, e inútil para restituir la vida de aquellos cuya inocencia fue el salvo conducto que los condujo a la muerte. El pasaporte cuyos hologramas la dictadura se esforzó en desconocer o falsificar, asesinándolos con la misma crueldad que el tirano se impuso a no distinguir.
¿Cómo no pensar en la precariedad deplorable de nuestro sistema jurídico que privilegia, desde el comienzo de la era republicana, una propensión hacia la inequidad como norma de justicia, hacia la venganza y el tráfico de influencias como procedimientos inevitables y comúnmente admitidos en todo proceso y que hoy, en medio de ese muladar desesperadamente sucio, una perla ha sido rescatada para sentar, en dirección del mundo, un precedente esclarecedor y ejemplarizador?
¿Cómo no pensar en la dimensión irreparable del drama, cuando no sólo sus efectos fatídicos tocaron a las víctimas sino que la sociedad entera se sometió a los parámetros de la infracción moral. Con hombres e instituciones del Estado que se pusieron al servicio de la corrupción, que crearon generaciones degeneradas y que aún hoy, movilizan sus convicciones en el marco de un quehacer rastrero y de hampa política, que desconoce todo principio moral?
¿Cómo no pensar en el porvenir cuando la sucesión de este “modus operandi” instrumentaliza a una mujer incapaz de darse cuenta que la miseria moral heredada y compartida, la veta de facto de la escena política?
Ahora, la candidatura de Keiko es un acto de inmoralidad
¡No, Fujimori. Tu no podrás pagar jamás, el daño que hiciste a mi País!
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