CONVERSACIONES
EN LA
CAPILLA
ARDIENTE
Una magistral
jugada de la diplomacia rusa, similar a un jaque mate en ajedrez, ha dado a
Obama la ocasión de no hacer lo que no quería hacer. Esa genial maniobra del
Ministro de Relaciones Exteriores, Serguei
Lavrov, lo ha salvado
de la paradoja de tener que conducir una guerra en Siria a pesar de él mismo,
sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU y sin la opinión favorable
de su propio Congreso.
Congreso que, por otro lado, se inclina a medida que
pasan los días, hacia una posición menos beligerante, por las manifiestas
intenciones de voto de sus senadores en desfavor de una guerra limitada, tal
como ha sido concebida por el presidente americano e inexplicablemente sometida a la consideración de la Cámara de congresistas.
La experiencia es
larga y dolorosa para el conjunto de actores, de responsables políticos y para la población americana. El intervencionismo
estadounidense ha procurado, en los múltiples países invadidos en las últimas décadas
, inmensos beneficios económico-financieros pero las invasiones en sí mismas,
fuera de la mortandad y del drama de
millones de víctimas provocadas por el belicismo a ultranza, no ha contribuido
a modificar en un ápice las sociedades
invadidas, ni han permitido modificar su estatuto político como ellos lo
sugerían, en las loables declaraciones primigenias, alimentadas por el deseo
quimérico de “instaurar la democracia”, tal como ellos la entienden.
En la actualidad,
la mayoría de americanos son refractarios a la idea de una guerra para
sancionar al régimen de Bashar al Assad, tras el uso, no comprobado
fehacientemente, de armas químicas en la Ghouta,
suburbio oriental y occidental de Damasco, el 21 de agosto pasado. El ataque
habría causado la muerte de 1729 personas, siendo, una gran parte de ellas,
civiles. Las
encuestas han revelado que un 62% de la población americana rechaza todo ataque militar y solo un 26% lo
apoya, cifras que revelan un estado de ánimo que impugna el belicismo mentiroso
empleado diez años atrás en Irak, cuando
se afirmó, bajo falso juramento, que Sadam Husein, escondía un gran arsenal de armas químicas.
Pero las encuestas, cuando se trata
de grandes intereses en juego, se
pliegan y se repliegan acomodándose a los designios manipuladores. Nada puede
garantizar que el peligroso esquema diluvial de bombas, concebido por los altos
mandos militares franceses y norteamericanos, desde las primeras horas de la crisis,
sea definitivamente alejado. Damasco respira un poco mejor, más tranquilamente,
pero es consciente que el más mínimo traspiés involuntario servirá de pretexto
para justificar un nuevo acto de barbarie. Hay, en el aire, un perfume
insistente de intereses estratégicos ligados a la supervivencia del Estado de
Israel y a la perspectiva iraní de multiplicar a mediano plazo su capacidad ofensiva
y, sobre todo, el tentador espectro de petróleo y gas sumergido en el subsuelo
de la región, lo que ilumina con grandes ojos el apetito y el interés de los países
poderosos, inmersos de grado o fuerza en un
conflicto del que pueden extraer excelentes beneficios.
En el fondo, la pregunta crucial que me asalta es este momento, se sitúa en
el plano moral y ético. ¿Cómo es posible que los Estados fabricantes de armas,
sean estas nucleares, químicas o biológicas, decidan condenar hipócritamente su
utilización cuando se trata de aquellas armas de destrucción masiva que ellos
mismos han fabricado diabólicamente. Que sean ellos los que definan las
diferentes modalidades de muerte, atribuyendo a la muerte “clásica” en el contexto de una
guerra regular, un sentido de aceptación y validez (incluso si provoca la
muerte de centenares de miles de personas), mientras que las armas químicas,
como en el caso de Siria que han matado a 1700 personas, sean espurias y
depravadas, al punto de llegar a justificar una intervención armada ultra atlántica?
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