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lunes, 10 de diciembre de 2007

EL DESPOTISMO ULTRAJADO

Por Vira Gasot


A César Lévano, al sedicioso total, al castizo en integridades.






Estaba medio dormido cuando mi madre, impetuosamente, entró con sus desganadas tribulaciones en mi dormitorio casi oscuro.

Sin tocar a la puerta y mirándome fijo en los ojos, me anunció sin hablar, pero con su arrogante elocuencia, las razones preliminares y contradictorias del porqué debía abandonar la casa de mis infancias, los escondidos lugares de tantas públicas depresiones, los secretos parajes de tantos sonoros soliloquios; en fin, el territorio confidencial de mis ritos.

Pensé, inmediatamente, que los hombres somos siempre numerosos a constituir cadenas, pero son pocos los que soportamos la tracción con la misma obsequiosa envergadura, o al menos, con el mismo cinismo altruista.

Las ambivalencias se conjugan a veces con lo que es moralmente correcto y se distancian de la ética, pero continúan a cortejarla por lo bajo, con cierto disimulo inútil pero sin ninguna resignación. En tales casos, las palabras suenan disipadas y se desentienden, sobre todo, cuando nuestras inminencias las convocan para enderezar un pensamiento o para discernir una idea desesperada. Exactamente allí, se hacen las desentendidas, como el perro se desentiende cuando orina sobre el árbol de un jardín privado, sin importarle un rábano el desasosiego que produce en los nervios de su amo; entonces, en ese preciso instante, las palabras se evaden con toda simplicidad y sin dejar rastro, se volatilizan, se enajenan… reiterándonos con sarcasmo pero sin puntualidad, que tan solo son, palabras…

Providencialmente, si la providencia existe, es decir aquella a la que encomendamos múltiples sacrificios imposibles a su haber, ese día de verano agudo y humedo, venían de visita a nuestra casa de Miraflores varias familias de amigos de mi padre, amigos distinguidos con quienes estaba consolidando lo que ellos llamaban, “excelentes relaciones”. Relaciones que después, con la experiencia que nos acuerda los años transcurridos, he comprendido su significación profunda; pero además, he comprendido también la dimensión superficial de sus rupturas, sobre todo, cuando esas relaciones son subterráneas sin ser totalmente oscuras o lo que no es lo mismo, cuando no se pueden romper porque justamente no son nada claras. Digamos que lo púdico para comprender lo escabroso se construye poco a poco, desde la indiferencia, desde la neutralidad; la neutralidad es una invención genial que nos permite compartir y asimilar los golpes y golpizas, permitiéndonos pedir cuentas a los que las dispensan y a los que las propinan, sin remilgos ni indolencias. La neutralidad nos permite también, digerir con elegancia flemática ciertas comidas “chumas”(1), como solía decir mi mamadre, la señora Santuza, “para que pasen bien sin su aderezo”, pero también sirve para que encajen las nominaciones abstractas en un formato utilitario y práctico, algo que evita la inconformidad eficazmente y disipa todo remordimiento impertinente, todo comentario descomedido o autoritario.

Mi madre se interrumpió súbitamente y cambio de tema. Prepárate -me dijo-, con un gesto testaduro pero escrupuloso y eso quería decir, en el lenguaje de nuestras certitudes: “Hoy, iremos al Dársena del Callao”

Sobre el puente del “Atlántida”, Un General del Ejército ejercitaba torpemente sus falsas dotes de marinero experto. Sus manos, demasiado cortas para lidiar con el gobierno, se enredaban fatalmente sin lograr redondear una revolución de manera correcta e inobjetable. Sus fieles lugartenientes, civiles y militares, lo estimulaban con frases extravagantes pero lúcidas para la circunstancia, apreciaban según creo, sincera y sonoramente, los desaciertos contagiosos y endémicos del soldado encaramado en el timón y esto se parecía a lo que hacían las rabonas de la época, cuando diseminaban por los corredores y pasillos contiguos al gran salón, los halagos y la promoción amplificada de las cualidades y virtudes de sus pupilas, desgraciadamente no verificables al ojo desnudo, sino después del primer y único acto de nulidad, consagrada en la última constatación sin vestido.

Yo veía en el rostro de mi madre, que observaba de cerca las maniobras desastrosas del castrense, las compulsiones inexactas de su piel blanca, esas compulsiones yo las conocía de memoria, eran las mismas, las primeras que me trasmitieron desde la lactancia, los desacuerdos formidables entre el gesto y la palabra, el maquillaje impúdico a las ideas con las ideas y a pesar de ellas; ideas que se quedaban como tales, aisladas, incomunicadas y sin el auxilio del sonido pero con el socorro simbólico de una gesticulación abominable e infinita y, además, abreviada.

Mi madre no solo miraba silenciosa las manos del soldado caucionado por la certitud de conducir el Huascar, miraba también sus zapatos oblicuos y aberrantes, deteniendo la energía de sus perspicacias en sus talones hinchados, sin remedio ni consideración y sobre los cuales, en efecto, como ella lo decía sin palabras, se erigía una marcialidad desconsiderada y pachotesca. Esa manera de concebir las cosas me hizo sonrojar y me hizo salir inmediatamente del puente. Mis reflejos en sociedad, todavía no estaban correctamente afinados, ni de indiferencia ni de estoicismo.

Esa misma mirada ha invadido mi habitación esta mañana junto con otras invasiones interrogatorias. Las más posesivas se autoflagelan, se mortifican con los retornos sesgados de mi madre, con las simulaciones extra-largas de nuestras historias de familia que la conciencia se apresta a traicionar y lo que nos eximirá, paradójicamente, de tener alguna; con las visiones repentinas de los espejismos retroactivos de la casta, porque auguran nuevas revelaciones oscuras, revelaciones que trauman a las transparencias que fabrican las trampas de la memoria y trauman hasta a los olvidos timosos de la edad adulta, en fin, con la desazón vilipendiada de poseer inútiles jardines secretos donde florecen ciertas ilusiones prohibidas, al costado de ciertos jazmines hermosos, también inventados; con las penas no convocadas ni elegidas por otros embargos anónimos, extraviados y refractarios a las protuberancias de nuestros apellidos, la miseria en suma de no ser, o de no poder ser, aunque solo sea por un día, aunque solo sea por unos minutos, un hombre de la calle …

Los abogados habían hecho, al parecer, un trabajo sin máculas ni fallos. La parte civil, atestada de lagunas fraudulentas, escamoteó también las fidelidades íntimas que la honestidad solo acuerda a la gente desafortunada. La parte civil, admitió que la ramplonería de la ambición también hiciera su trabajo sin fallos estridentes pero con máculas gruesas y groseras. Asi, todos encontraron un terreno fértil de entendimientos sucedáneos en la inmoralidad compartida y, además, con la legalidad habilidosa, aquella legalidad pactada con anticipos ilícitos que ayudan a cubrir y acallar de maravilla, los sobresaltos escrupulosos de una moral que languidece en los brazos del código penal.

A nuestro oficial superior ya no le hacen gracia las contorsiones del mando. Ahora se desplaza sobre el puente con exagerada seguridad, como si el yate de mi padre le produjera evocaciones o reminiscencias que pertenecen a una vida anterior. El se siente conocedor del lugar. Poderoso. Con un rictus de superioridad absoluta que se aloja indefectiblemente en su mentón progmatísmico y en su frente compendiada en forma de nuez. Y cuando habla, habla con la impostación de los locutores consagrados, cuando estos, en los momentos emocionantes que preceden a la audición, suelen probar graciosamente la sonoridad de sus equipos técnicos. Todos los asistentes lo escuchan con insólita atención y a mi me pareció, en ese momento, que nunca terminaría de decir: “Uno, uno… Dos, dos… Probando, probando…” Pero en la cabeza de los que asistieron a esas escenas forzadas, no deben haber escaseado los remordimientos inquisidores pero ineludibles; los unos, por la inevitable convergencia utilitaria de su amistad, y los otros, simplemente, porque el General rampa con agilidad en los subsuelos castrenses, donde las convicciones sobre la necesidad del uso de la fuerza, son un agudo discernimiento de la razón militar y se manifiestan inevitables y hasta imperiosas para provocar la alternancia y los cambios políticos; raciocinio de peso, muy eficaz para impedir que ningún cambio transforme la sociedad actual o para aplastar, confortablemente, otras temibles razones que postulan su transformación radical. En suma, como decía mi padre, los Generales sirven para cambiar las cosas, a fin de que todo se mantenga sin alteraciones extravagantes.

Mi padre había sugerido a todos los huéspedes rendirse en la popa del navío, a donde el espacio se disimulaba apenas con las aprehensiones de una falsa holgura, lo que quería decir que no todos estábamos invitados y como en toda selección natural, los convidados seguían al militar dejando pasar a las personas según el rango que se estipula en una convención no escrita y a donde la rabadilla, en ese cortejo, se reserva a los políticos de varias formaciones, políticos habituados a la gesticulación bulliciosa y a la peliculina excesiva del antagonismo, pero en ese momento, lucían apagados, tetanizados por un misterioso deslumbramiento celeste, que hacía que se hablaran entre ellos parcamente, pero con cierta incomodidad y con desmedida cortesía.

En un país como el nuestro, donde las ideologías postulan a sus recalcitrantes con la exhuberancia faramalla de la superioridad, estos se alinean finalmente, en el orden de la lateralidad, y también casi automáticamente, en función de la idea que ellos se hacen sobre la propia pigmentación de la piel y sobre la pigmentación ajena, aunque algunos, siendo menos blancos, tengan la convicción extraña de poseer una blancura prístina y se confundan de ubicación, Estos desconciertos todavía subsisten en este país, pais inconmensurable de cuños indígenas, de timbre cholo, y de tatuaje criollo.

Cuando el General pasó delante de mí y de mi madre, se detuvo a observarla con un ojo timorato pero
trasgresor. Sin encontrar nada más taimado que decir, redondeó el prefacio y el epílogo en una sola frase
desventurada:

“Asi es que, este era el jovencito candidato a la chirona”

Mi madre no dijo nada como era su costumbre, solo alineo impasible entre sus labios, una terrible grosería doblemente impronunciable. Descompostura superflua que el militar interpretó como si se tratara de una sonrisa afable, aprobatoria y exclusivamente dibujada para el. Enseguida, dirigiéndose hacia mi, con esa orfandad flagrante en aperturas lúcidas de la palabra y con sus cadencias abultadamente marciales, dio rienda suelta a un discurso insoportable, a una arenga de convergencias alucinantes, de bellaquerías ilegibles e inexpugnables, a una perorata de absurdos confinados entre las precauciones tardías que había que tomar para prevenir lo irremediable (y lo que además estaba consumado), y la inutilidad de sus concejos, delineados socarronamente para predisponer, según el, de un porvenir sin problemas ni contratiempos, un porvenir de jerarquías que de toda evidencia, en mi caso, no podrían repetirse nunca jamás, porque mi vida había dado un violento volteretazo, ineluctable.

En ese terrible instante para mi, la providencia se terminó. En ese sombrío intervalo para mi, lo providencial se esfumó, velozmente, más aun, cuando uno de sus ayudantes preso de un repentino acceso de piedad y acompañándose de un gesto de solidaridad macabra, me palmeó en el hombro, diciéndome claramente, que él también había matado varios monos en la guerra con el Ecuador.

El mar, instalaba un súbito desasosiego entre sus olas transmitiéndome una ligera expectación, la cálida compensación pormenorizada que mis rituales me acordaban, en consuelo y en seguridad, también se han esfumado; ahora se refugian extrapolados en la presunción, y lo que ayer me procuraba una cierta estabilidad sin inmovilizarme en los periodos de ignominia, se acaba de dislocar entre los recuerdos saturados de sorna y entre las evocaciones vacantes de credo y, además, creo que esta mañana esos recuerdos residuales se arrojaron desesperados fuera de borda y creo que también para siempre. Sin duda, me han precedido en la elección vital, urgida y urgente. Esas evocaciones me devuelven sin embargo, a los mismos sitios de imposible acceso para los que ignoran el suplicio. La memoria solo sirve para descubrir tarde las omisiones graves, casi abandonadas por negligencias del olvido. La memoria sirve también para calafatear, pero defectuosamente, los enredos consigo mismo, para abrigarse de manera virtual en la dimensión infinita de la avería, de una ranura que muy a pesar de ella guarda una que otra presencia, un poco olvidadas todas por distracción, o en la fatalidad universal que una sola brecha se inflige a si misma y que continúa ha abrirse, en un gesto desesperado por aferrarse a la vida, contra la vida, para no desaparecer, para multiplicarse, al costado de otras brechas más ancianas.

Cuando ocurrió el accidente y al que debo volver por las exigencias de este relato, estaba pertrechado de temeridades resplandecientes y de imprudencias sombrías, o quien sabe al revés, pero ambas se alimentaban de mi timidez anterior al día en que nací. Para poder nacer, tuve que soportar la irrigación permanente y desconsiderada de líquidos viscosos que me hacían daño en la región del cráneo y de los ojos. Mi madre, amante inexorable de los gatos, había contraído la toxoplasmosis durante el embarazo y, contrariando mis sordas suplicas de feto infectado y aquellas clamorosas exhortaciones de sus ginecólogos, me hizo desembarcar en la vida, contra viento y marea, prestándome su sonrisa indefinible para la ocasión, en lugar de haber detectado mi aptitud definitiva por la ausencia y el silencio pertinaz. Creo que por eso nunca amé de la misma manera que las otras personas, uno ama de la manera que lo amaron, desde la placenta.

La playa parecía lejana cuando me pareció sentir sobre babor de la lancha, un golpe seco, lo que a mi juicio se trataba de una falla del motor que de inmediato inmovilizó a la nave por uno o dos largos segundos. Precedida de otra mini explosión de sonido débil pero contundente, esta vez la lancha se bamboleó inexplicablemente. Pensé que Jibaja, nuestro diminuto patrón y capitán de nuestras embarcaciones en Ancón, tenía toda la razón cuando insistió en que no debía servirme del motor fuera de borda Jhonson que era nuevo, pero defectuoso. Cuando disminuí la velocidad para virar en redondo, el verde pastoso y opaco del mar de La Punta, se había transformado inexplicablemente, en rojo bermellón y un tercer conato de parálisis del motor me convenció de regresar inmediatamente al puerto, a donde el obeso Administrador Washington Jordán, del Yacht Club del Callao, me esperaba en el muelle, agitado y con la boca desmesuradamente abierta, para comunicarme que acababa de seccionar a muerte a una joven de 19 años, a la altura del Club de Regatas.

La noticia había corrido como un reguero de pólvora. Los marineros que maniobraban la pluma, dejaron sus ocupaciones y se apostaron sobre lo alto de la terraza que da justo sobre el pequeño muelle de emergencias, sin duda para verme mejor y de cerca y a donde desembarque con la ayuda comedida de Jibaja. Todos me miraban en silencio sin que yo haya sabido jamás si la gravedad de esos rostros hoscos y curtidos por el sol, escondían un reproche altanero o un sentimiento de conmiseración o si les importaba un rábano monumental mis desfallecimientos in crescendo. Baltazari, un diligente empleado de la administración del Club, me ofreció un vaso de limonada tibia, mientras me aseguraba y me repetía que solo se trataba de un accidente, que había sido un accidente y que no había que inquietarse por ese accidente… Ya en el salón, solo frente al teléfono, dos ideas danzaban en mi cabeza, denunciarme ante la policía y concluir.

En el otro lado de línea, no recuerdo si me pidieron que espere o si el teléfono estaba ocupado, solo recuerdo que flotaba ambiciosamente en algún sitio sin mucho aire, que me cubría la cara y la boca pero no llegaba a respirar normalmente por la nariz. Las imágenes se hacían translucidas y viscosas, entre árboles y caminos polvorientos que se reconstituían sin cesar. Todo se designaba en oscilaciones temblorosas, como las sombras de los primeros días de relativa aptitud racional. Todo se exponía contra mi voluntad, aquellas ausencias confusas pero mancomunadas, las imágenes de la desolación, desgastadas y vacilantes, pero actuales. Visiones colmadas de enormes sacrificios, desde la época imperecedera de la infancia, cuando todavía no podía comprender, totalmente, los silencios persuasivos de mi madre, ni los paseos inconclusos con ella y los concluidos con mi mamadre, las disputas torrenciales pero sigilosas de mis nodrizas, con sus amantes o con sus consortes nebulosos; en fin, todas las reproducciones fortuitas e inopinadas, con sus ángulos de fatalidad aposentados entre la fantasía del niño que fui, y el hombre confrontado a otras unanimidades complacientes, y con todos los arrepentimientos calados de exhumaciones inapelables, pero inconfortables; con toda la fragilidad de las emociones sinceras pero vaciadas de sus esencias principales, y con todas las abyecciones comprimidas, desde los nervios hasta los suspiros, sobre todo, cuando creemos estar haciendo el amor y lo que realmente hacemos, es la muerte.

Todo se coordina en una especie de estela de repulsiones que alcanzan hasta el propio linaje y pienso que comprometerá a la descendencia; Pienso igualmente en mi mamadre, cuando me aseguró que solo partía de vacaciones por algunos meses pero también me abandonó. Las decadencias universales deben haber sido construidas sobre barro antes de ser tales, anómalas saturaciones de ocaso vivo pero asfixiándose, lóbregas catarsis de angustia que se preguntan si será verdad tanta mentira, ciclópeas cóleras que oradan hasta el halo o hasta la injuria, allí donde el gesto se pierde entre los úteros de otros gestos, gesto que se reproduce en remedos del gesto y en vanidosas gesticulaciones; es allí donde se encuentran nuestras alquimias fulgurantes de un día, día que también se esconde del sol porque sobre el, rebozan los matices innombrables, sin fundamento, pero con incidencias graves..

Y desde ese peñasco anegado de dilemas puntiagudos, de contrafuertes morales desfallecientes, también se vislumbran las soluciones que se abren ante mis ojos como insignias, pero también como subterfugios, porque loan las estulticias más caras al sentido de la muerte y los menoscabos se refredan como si fueran simples anilllos de compromiso sin compromiso real, como si la legítima vida de las gentes dependiera, únicamente de la restricción de ornamentos, del ahorro inconfortable y sucedáneo, también del placer, del peculio agigantado, de los amores oscuros que nacen cada verano y cada verano los mata el universo bienhechor o la mala fe, o el hastío precoz que viene a ser lo mismo. Lo que ocurre en la noche de las oscuridades nos impide soñar y lo que ocurrirá conmigo esta mañana, estoy seguro que le faltará luminiscencia e imaginación, porque solo se muere en serio cuando se muere varias veces, como la tragedia de aquellos amores que se mueren de a poquito y que se arrastran por tener y nunca tendrán alas o como los que siempre vuelan alto, pero nunca jamás podrán pisar la tierra firme. Si forjamos las cosas para perpetuarlas únicamente en la evocación, justificando nuestra existencia por la memoria, nuestras ilusiones son reminiscencias y nuestras ambiciones son la nostalgia de lo que probablemente venga…
“Has matado a una mujer” me dijo el Doctor Tudela y regrese desnudo de mis evaporaciones. Había mucha gente en el Salón del Club y solo reconocí a Nando Fernandini instruyendo a su secretaria para prevenir a la prensa con un texto que describía todo, salvo lo que yo había hecho verdaderamente, me costaba trabajo reconocerme en ese mundillo afiebrado por protegerme o tal vez por proteger también la reputación del Club, creo que nunca lo sabré. La comisaría de la avenida Buenos Aires parecía ser la primera destinación sin pago de peaje, a donde me convocó la policía para depositar una declaración urdida de patrañas legales, muy bien sopesadas y totalmente ajenas a lo poco de virtudes defectuosas que me restan pero que me definen sin prejuicios, ni perjuicios morales.
Se han cumplido dos semanas de esas convulsiones que no han terminado de zarandearme y su repaso monótono, serpenteando mis nervios, me hacen dar cuenta que en el fondo, son las únicas que me acompañan en el “Atlántida”. Estoy solo, mirando el color del mar que también hace sugerencias intransigentes, pero también es inútil sustraerse al griterío sin visión que se desarrolla en la popa del yate. El General es aplaudido prolongadamente, sin duda, porque ¡en fin! ha terminado su discurso, antes que, por la opaca sustancia del mismo; conozco al menos, dos personas que comparten esta óptica y que en estos instantes están intercambiando, certeros colofones con infalibilidad quirúrgica, únicamente con el bisturí de la mirada.
Pero solamente yo, sabe también a ciencia cierta, cómo el General ha sido ganado de lejos por las convicciones de mi padre en materia de política: “Hay, en toda sociedad, dos clases de personas, los buenos y los malos; los malos con instintos perversos, son desgraciadamente mayoritarios en nuestro país, frente a aquellos que cultivan los instintos del bien y de la nobleza. Consecuentemente, para gobernar con éxito en el Perú, los mayores y mejores resultados se obtienen, empleando la intimidación por el orden y la fuerza como razón de progreso, en el buen sentido. Esas herramientas confieren a quien las emplea, mejores resultados que una arenga militar o una perorata ilustrada…”
El General ya es Presidente o en todo caso, es una cuestión que tomará algunas semanas, el tiempo necesario para convencer a los otros comandos también apolillados en la urdimbre conspirativa, pero sin atreverse a dar el primer paso. El presidente en ejercicio ha sido informado por mi padre, y es con el con quien negocia las condiciones de salida de su gobierno. Su Primer Ministro en la cartera de Justicia, recae en un hombrecito pequeño y calvo que se acerca hacia mí sin abandonar el júbilo prodigioso de su pre-nominación. Yo puedo leer entre sus ojos, las temblorosas exclamaciones secretas que provoca lo inverosímil de su distinción, veo clara la afirmación repetitiva de la fascinación instalada entre sus cejas, diciéndose a si mismo: “me parece increíble…me parece increíble”. Lo que reduce aun más, las órbitas convulsionadas de sus ojos achinados, que me miran, pero casi no me ven. Nada puede provocarle mayor placer, en ese momento, que dedicar el primer acto de su nuevo ministerio a mi padre, al hombre que ha logrado reunir perro, gato y pericote para impedir que el APRA se instale en el poder y cuyo hijo corre el riesgo de entrabarse en los engranajes de una justicia estructuralmente corrompida y viciosa, es cierto, pero también, una justicia de incongruencias justicieras, donde abundan los absurdos y los ilogismos.
“Apenas desembarquemos en Palacio de Gobierno, yo me ocupo de usted y no tendrá que preocuparse de nada, se lo garantizo”. Me dijo, asegurándose que la mirada de mi padre sobrevolara a distancia el desarrollo de esta corta escena, quien en efecto, ratificaba lo dicho con discretos movimientos de cabeza afirmativos, mirándome fijamente en los ojos, mientras que mi madre, sonriendo silente como era su costumbre, me decía todo lo contrario en una mirada extraña y de inhabitual aflicción, como si una súbita necesidad interior la empujara a gritarme el veredicto de su instinto protector. Sus labios se arquearon en el sentido de una “y” griega, en medio de cadenciosas compulsiones en su rostro, pero siempre inexactas y eso quería decir, en nuestro idioma de códigos exclusivos, “tienes que irte del Perú…no quiero verte más…cuanto más rápido, mejor…”
Estas palabras, metamorfoseadas entre timbales sin acústica y verdaderos mudos acentos, conmutan su valor identitario y expresan a medias las mutaciones de otros gestos conminatorios que yo intuía venir y venían, sin jamás caer en la sospecha; la extraña amenaza de mi madre es extemporánea y de imposible pertenencia privativa, es ajena a las variaciones intempestivas que hasta entonces yo conocía o me estaba acostumbrado, es la ruptura de viejos contratos que me trasladan de nuevo a las afiebradas noches, cuando solo, completamente abandonado, ella me confiaba a la oscuridad y a los cuidados imborrables de sus tinieblas pendencieras, cuando las reconvenciones de la infancia se inflamaban de razones sin justicia, o de injusticias sin razón, es, por último y ahora, un nuevo acto de imposición que otra vez me deja solo, con mis desequilibrios fracturados, con la incertitud de la palabra neutra que no es neutral y que no aclara su rol entre la primacía y la prioridad, o entre la veracidad y lo verdadero. Mi madre solía decir que los gestos no tienen empalagos ni lapsus, ni faltas gramaticales, todo lo cual, me parece simplemente, ilusorio.

A mi no me incomoda partir por algún tiempo, por que en el fondo, creo que quisiera irme para siempre. Pero se que irme en esas condiciones, fragilizará mi desapego a la vida. Se que todo residuo de fe en mi equipaje, en el momento de abordar el camino, será espurio y fraudulento; sobre todo, cuado el camino no lo escojo yo y solo el camino se insta de sus certitudes y a mis espaldas. Ese camino se sustrae a la incredulidad y se burla de la duda y hasta de la destinación. Acomoda las incertidumbres de su dirección y de su sentido en contrasentidos absurdos, adaptándose a la fluctuaciones severas de las palabras sin disciplina, aquellas palabras que no salen del alma si por alma entendemos, a ese lugar donde se aprueban los convenios que liman las desavenencias, pero aceleran los desacuerdos consigo mismo y con los paroxismos que involucran las promesas y los presentimientos de los otros. Esas son las graduaciones que construyen los atisbos de la vanidad suficiente o autosuficiente y se empequeñecen por afinidad, con la ternura desplazada y desmesurada, con la piedad irrefrenable que humilla y veja y con el falso altruismo que esconde generosidades ambiguas y precarias.
La última cena con mi madre, antes de partir definitivamente del Perú, duró exactamente treinta minutos. Fue un soliloquio rociado de una abundante exposición de motivos, una parada de raciocinios exhibicionistas y de revelaciones sigilosas, como era su costumbre. El tiempo sin compartir que empleó en ello, contiene las coordenadas o los parámetros cardinales, necesarios para juzgar su valor y su autenticidad según el cristal con el que se mire, o para interpretarlos, según la lupa con la que se escudriñen sus primeras glosas. Sola imposibilidad, padecer de sordera crónica o ser un muy mal iniciado, iniciado
Mi padre, habituado ha hablar hasta por los codos, se abstenía esa noche de pronunciar nada que pudiera exacerbar los puntos de vista de mi madre, ni enderezar sus conjeturas excesivamente largas y corteses, ni criticar sus sinecuras, excesivamente cortas y tortuosas para ser digeridas sin objetar su raciocinio cerebrado. Pero él, no osaba colocar esta vez, ni una sola palabra. Su proyecto para enderezar mi vida, era concebido en términos de una estrategia militar de repliegue táctico, con ofensivas inconexas o muy poco conectadas en lo que concierne, a mis estudios, a mi vida sentimental y con insinuaciones imprecisas sobre mi sexualidad. También me explicó, de manera sucinta esta vez, que mi mamadre, la señora Santusa, fue despedida porque un jovencito de diez años, ya no tiene necesidad de una niñera, también me dijo que la paternidad biológica es un detalle sin importancia, un error de juventud y que lo que cuenta en la vida es el afecto de quien nos crió.
La familia de la chica, me dijo, “acepta ser recompensada pero el juicio debe seguir su curso… Hemos hecho desaparecer tus declaraciones en favor de una tesis más coherente, el accidente se produjo cinco minutos después que tú pasaste por allí y el responsable es otra persona no identificada y, además, se fugó…Es idiota arrepentirse de lo que no has cometido, no tiene sentido querer excusarte con la familia de la chica, pero Tudela a identificado a una de sus amigas, Ana, con élla si puedes hablar… El nuevo gobierno parece tener la voluntad de protegernos pero la experiencia con esas gentes me obliga a repugnarlos y no confío en nadie… Solo estarás a salvo en el extranjero, a condición de no embarullarte con lo que no te concierne…”
“Que Dios te bendiga y te ilumine, hijo”. –Me dijo-, pronunciando la palabra hijo con muy rara convicción. De toda esta inmensa frase, inesperada y clarividente, fue la primera vez en toda mi vida que la ilegitimidad resonó genuina y fidedigna. Lo que me hizo lamentar profundamente la forma cómo me vi involucrado en ese accidente fatal y en el mió, hubiera dado los últimos días de mi existencia porque aquello no haya ocurrido jamás, únicamente por no escuchar la palabra que no hacía falta pronunciar y solo porque fue revelada con los apetitos inaceptables de su mendicidad dadivosa, aquella que quiere deshacerse, al mismo tiempo, de los olvidos puntuales de su consternación y de recuperar las indulgencias, con indulgencias sucintas, con la sola inversión de la piedad autosuficiente. En ese momento, pensé que la Señora Santuza solo había sido mi mamadre por imprudencia y mi padre por legítima defensa. Mis cuentas siempre se saldaron por cuenta ajena y también pensé, que el camino de la demencia debe ser corto cuando se magnifican las distancias…por ello, yo también he comenzado a gesticular porque el gesto proclama y la palabra no cavila…



(1) Chuma, sin gusto