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sábado, 14 de marzo de 2009

EL RAPTO DEL VELERO

Los capítulos anteriores pueden encontrarlos en el Archivo del Blog, del mes de febrero


4 LOS PREPARATIVOS DEL VIAJE


Su tía abuela le había prohibido salir a la calle sin la compañía de sus primos o de sus numerosos tíos que más o menos frisaban la misma edad que él: “No salgas a vagabundear como un huirataca”, le dijo, en un tono seriamente amenazador.

Como casi siempre, él desobedeció.

La vieja hermana de su abuelo a quien le habían encomendado la “crianza” del chico, era una mujer que lo olvidaba todo. Debido sin duda a su avanzada edad o debido quizás, a su personalidad perturbada por algunos atisbos de desequilibrio mental, que flotaban entre la demencia y la chifladura. O ambos al mismo tiempo.

Ella, por ejemplo, sostenía que para aprender el Quechua había que chuparle la lengua a un indio. Cada vez que este sentencioso juicio se hacía escuchar, provocando la perplejidad de la gente, ella desataba una risotada monumental, a la vez nerviosa y compulsiva y de la cual, súbitamente, saltaba sin intermedios hacia una postura ecléctica de constricción y de arrepentimiento. Enseguida, erguía sus afectos por la raza indígena, sosteniendo que no eran animales sino, casi. Y había que protegerlos. Hay que tratarlos como si supieran pensar, decía, porque ellos son también, “hijos de Dios”.

Aquella vez, ella olvidó verificar si su severa prohibición se había respetado al pie de la letra, tal como lo había previsto la víspera, mientras discutía del asunto con su hermano. La reputación del chico se construía poco a poco, como una leyenda injusta –como todas las leyendas-, atiborrada de exageraciones sobre supuestas malacrianzas y desobediencias, cuando solo se trataba en él, de un afán encarnizado por descubrir la tortura que causa esa inmensidad de interrogaciones que flotan en el aire, que revolotean subversivas y religadas entre ellas… por todo el cerebro… al mismo tiempo.

La gente mayor ignora casi siempre el martirio que significa llevar a cuestas tantas preguntas, con respuestas que se hacen esperar y esperar, exasperando hasta la rabia. De allí, que todo el mundo se irrita con esa manía tan suya y tan particular de preguntar a cada instante: ¿Por qué? ¿Porqué esto y porqué lo otro? De allí, su necesidad de circundar en el “vagabundaje” de las interpelaciones, directamente, en el terreno de los hechos… En el meridiano de esa tentadora realidad que se le ofrece a sus pies tan generosamente y que le invita a marchar… solamente a marchar un poco.

Ese día, Lucrecia salió muy apresurada, con la sola idea de vender las camisas que había confeccionado toda la noche en su vieja máquina de cocer, “Singer”. Ese día era muy importante para ella, porque como nunca, todo el mundo anunciaba con entusiasmo que habría muchísima gente en el mercado de abastos, y que había que aprovechar para vender al máximo.

Cuando salió de la casa, Lucrecia no constató para nada si su sobrino nieto, enfermo de una debutante bronco pulmonía, dormía bien tranquilo en aquella habitación obscura que le habían asignado, en el fondo de la inmensa casona familiar. Morada confortable que contaba con tres patios que se comunicaban entre ellos y que el abuelo Víctor Manuel, continuaba a construir, para poder albergar a todos los vástagos de sus cuatro matrimonios y aquellos que vendrían de un quinto enlace en preparación con aquella señora que fuera, por largos años, su sirvienta y su ama de llaves: La hilaria.

El “chalet”, como el denominaba a su casa, permitía albergar también a los allegados a la familia que venían a pernoctar por “algunas días” y se quedaban para siempre y, desde luego, permitía cobijar a los numerosos indígenas, hombres y mujeres que se ocupaban de los menesteres de la casa y de sus múltiples negocios de rescatista, vendedor de abarrotes y otros.

Los “pongos”, como se les llamaba, transportaban incansablemente o estocaban todo el santo día, inmensos bultos de mercancías o fardos de hojas de coca. Sus espaldas curvadas a más no poder, sostenían el peso atroz de enormes objetos apiñados unos sobre otros, en un desafío permanente al equilibrio precario de sus cuerpos famélicos. Otros, trasvasaban en botellas gruesas, las interminables botijas de aguardiente que mulas y caballos traían a la casa, vaya a saber el diablo de dónde… Lo que cierto día provocó su inmensa curiosidad y para saberlo puso en práctica un estratagema muy simple: Se Refugió a escondidas en una alforja relativamente espaciosa que contenía lazos, cueros de oveja y otros materiales de protección de las mercaderías y se incrustó en el viaje de regreso del convoy, pero fue descubierto a mitad del camino, en medio de una noche lluviosa y cuyos relámpagos furiosos lo aterraron tanto a él, como él, al mayoral.

Pero ese día de prohibiciones tan repetidas, él, había logrado salir silenciosamente de su habitación, sin que nadie se de cuenta, atraído desde muy temprano por los gritos encendidos de pasión y de cólera que los huiratacas coreaban infatigablemente, por todas partes en la ciudad. Esos rugidos sañosos se introducían en su habitación, como invitaciones impertinentes, pero tentadoras, muy a pesar de que sus ventanas estaban cerradas y condenadas herméticamente al exterior y al interior.

Y, como su abuelo solía decir, esos “pordioseros huiratacas” eran, en efecto, personas andrajosas que salían a la calle para protestar en vano. Ese desfile interminable que inundaba la calle hasta perderse de vista en el fondo profundo, estaba presidido por algunos notables reconocibles, como ciertos maestros de escuela, celosos de mostrar sus corbatas bien sostenidas por prendedores que pretendían ser de oro.

Ellos, eran seguidos de un inacabable tropel de personas vestidas con la modestia del obrero o con la ligereza, un poco descuidada de los estudiantes. Al final del inmenso cortejo, otros individuos aún más pobres, exhibían sus ponchos multicolores y deshilachados, calzando gruesas ojotas de caucho, que dejaban entrever sus talones ranurados de estrías, dentro de las cuales se alojaba una mugre incontestable. Eran sin duda, los cargadores, una institución de transporte humano de la que todo el mundo se servía para desplazar sus pertenencias, a cualquier hora del día y de la noche.

Ese conclave bullicioso y querelloso, deambulando por toda la localidad, instalaba un cierto ambiente de celebración pomposa y jubilatoria. Numerosas banderas y banderolas agitaban en el aire los nombres de las empresas donde esa gente trabajaba: “Maranganí”. “Tejidos Huáscar”. “Sindicato de Chóferes”, “maestros Primarios” y muchas otras siglas que se empapaban de coloridos festivos, en un marco extraordinario de música autóctona, de bombos y de cachasparis que se producían y que se escuchaban al mismo tiempo, en las calles aledañas.

El, desoyendo todos los concejos y las recomendaciones de Lucrecia, o simplemente sin
acordarse de ella en absoluto, se resolvió a seguir a la multitud de manifestantes, caminando
entusiasmado sobre la acera donde muchos curiosos le impiden ver, constantemente, la
amplitud del espectáculo. Esa exhibición de muchedumbres disciplinadas, concertadas para
gritar lemas y consignas radicales, en el centro de un delirio que hace apelaciones a la muerte
y hasta a la extinción inequívoca de ciertos grupos sociales, provocan en él, un choque
violento, con emociones contradictorias.


Son, sobrexcitaciones desconocidas que lo introducen en un estado de febrilidad. Súbitamente
aparecen los primeros escalos fríos y las primeras sensaciones de calor, simultáneamente, en
medio de una deliciosa agitación que le hace temblar hasta perder el equilibrio, son temblores
extraños que evocan un incremento anormal de la temperatura. Su cuerpo sufre cambios
notables hasta en el en el color de la piel, que se transforma desde la palidez demacrada,
hasta el enrojecimiento sudoroso. La vejiga se inunda y se desborda, entonces él, sin más no
poder se detiene al costado de un viejo camión cuyo propietario ha colgado al costado de un
destartalado doble tubo de escape, una advertencia que reza: “Cuidado con los Reactores”. El,
lee el rótulo con una cierta inquietud pero orina copiosamente, con la sensación de descargar
un océano entero.


El, siente ganas de llorar y ganas de enfrentarse contra ese enemigo invisible y todo poderoso
que está presente por todo lado. Contra ese gestor oscuro de tantas iras y tantas desventuras, enumeradas una a una, con tan inmensa convicción por esa masa de personas dominadas por el frenesí de la indignación colérica. Y, sin saber cómo ni exactamente porqué, aquel día, él, sintió encarnar a un personaje muy importante. Demasiado importante. Aquel día llegó a persuadirse que de alguna manera, su frágil humanidad, formaba parte imprescindible de toda esa marea humana y con la cual había que contar a partir de ese momento. La mayoría de los gritos eran confusos e ininteligibles, pero estaban cargados de mucha sinceridad y había que hacerlos inequívocamente suyos y repetirlos con la misma convicción


Entre empellones y palmoteos en la cabeza llegó, con esas personas enardecidas hasta el final de la marcha. Hasta ingresar turbulentamente con ellos a la plaza de armas del Cuzco. Allí, en las inmediaciones del costado izquierdo de la catedral, reconoció a varias personas cercanas a su familia. Ellas confortaron su adhesión categórica al movimiento de sindicalistas cuando constató que en sus rostros, también se había instalado ese rictus de protestación colérica que había que imitar a todo precio, sin saber todavía a ciencia cierta, exactamente, porqué.

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