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jueves, 23 de agosto de 2007

QUE POCA COSA ES EL HOMBRE

(Vira Gasot)

El horror, transforma el gesto en inelegancias desmesuradas y la palabra, gruesa y atorada de nudos, se silencia y renuncia a reivindicar su utilidad, cuando el sonido de la devastación que engendra la tierra, envuelve el horizonte de polvo, con el bullicioso resultado mortífero de su cólera, cólera que apacigua, transitoriamente, nuestra condición de petulantes, nuestras ínfulas sediciosas de vanidad, nuestros humos de soberbia orgullosa que sitúan al hombre en el epicentro de una universalidad de miasmas:

Somos muy poca cosa frente a la naturaleza, somos poca cosa para el universo, somos un caos de fragilidad extrema y aún asi, abjuramos de la humildad, repudiamos la razón, desdeñamos la inteligencia de los animales y de los insectos y aún asi, nuestra egolatría fatua continua a provocar al magma y al ozono, y aún asi, seguimos mostrándonos como superhombres hinchados de saber y de ciencia, en la competición absurda por mantener la horrible irracionalidad discriminatoria, la horrible cara de la sociedad de divisiones y de la marginación en nombre de un progreso que no llega a todos y que se detiene en la puerta, desvencijada e inmutable de los más, siendo, lo únicamente cierto, que de hombres, solo tenemos el barro…

Los que extrapolaron otorgando sibilinamente a Ica el carácter de provincia encaramada en la ojiva del cohete, en la rampa del despegue, asociándola demagógicamente a otras latitudes que como en Irlanda, ha dejado penetrar la ostentosa factoría de las ilusiones económicas, sin resultados sociales de elocuencia, deben haber escondido la cara de vergüenza por que habría sido necesario que un terremoto, fluctuante entre 7 y 8 grados Richter, desmintiera sin piedad la farsa argumental de sus elucubraciones.

Estos comedidos defensores del liberalismo patibulario y canibalístico, que ponderaban hasta el delirio sus loas y salmodias capitalistas de una ilusoria prosperidad, por la implantación fortuita de una red de explotación agroindustrial de jugosas simetrías exportadoras, han permitido ser desmentidos por la fatalidad telúrica de la verdad. En Ica no había sino, un cascaron de miserables construcciones de barro y de quincha, la estructura de sus muros solo hablan de improvisación y de miseria, de un esqueleto descalcificado y anémico, de los residuos enmascarados del subdesarrollo cruel y crónico que sobrevive en las entrañas de la ciudad, con sus servicios sociales que datan del siglo 18, con hospitales descalabrados y con dispensarios de salud limitados y casi inexistentes, con una población demunida y remitida a una cotidianidad estricta de “dia a dia”, sin reservas de alimento ni de agua, ni siquiera para dos dias ; una población peruana que desfila vergonzosamente en los noticieros de información del mundo, en las mismas posturas de desesperación que la adversidad desampara a otras poblaciones miserables como en Biafra u Etiopia, suscitando en el corazón de las gentes, un sentimiento de piedad y de conmiseración.

Las groseras falsificaciones de solidaridad, ejemplarizadas en el gesto oportunista de muchos de los políticos en penuria de ranking, con el Presidente de la República a la cabeza, se han servido del marketing para competir y traficar con los sentimientos y con la desolación de los pueblos devastados, pero lo más grave, tampoco no lo es la condenable aparición masiva de maleantes y de ladrones, que también es un indicio social elocuente de nuestra indigencia extrema, sino la opacidad, la intransparencia en la distribución de las donaciones internacionales, la fabricación irrefutable del desorden, la sospechosa anarquía impuesta desde lo alto para revolver el rió y la tentación de convertirse en pescadores.

Hay que reconstruir, es cierto, pero devastando las mentalidades atrofiadas que dividen al Perú entre los que lo tienen todo y los que nada tienen. Todo damnificado es potencialmente un desheredado precoz, que ya conoce su destino en la sociedad que se divide en clases: la exclusión y su alejamiento a los extramuros de la ciudad; en viviendas nuevas, bien evidentemente, pero diseñadas al precio de su fragilidad económica, al precio del desprecio que la sociedad establece para los pobres, sociedad aquella que durante pocos minutos se dejó llevar por el fabuloso impulso de la solidaridad general, para volver, casi inmediatamente, a la odiosa filosofía del “tanto tienes, tanto vales”, vigente en el Perú, antes y después de cada terremoto.