(Vira gasot)
Habiamos escogido hablar, en nuestra entrega anterior, acerca del actual juicio sobre el atentado criminal islamsta, perpetrado el 11 de marzo del 2001 en la estación de Atocha, en Madrid. Hoy, la espelusnante insurgencia de orto mortífero atentado, en Papinat, al norte de India, nos reposiciona en las rieles del tren; en medio del mismo escenario de muerte y desolación, en medio de los mismos gritos arterrorizados de dolor y de incomprensión .Esta vez, con otro balance macabro que acusa 66 vctimas y una cincuentena de heridos, cuya gravedad aún no se conoce.
Claro esta, las víctimas también son inocentes y ajenas a la demencia de sus autores, inmoladas una vez más, como en España, en nombre de la estupidez humana, en nombre de la asnada nacionalista.
¿Porqué han querido poner freno al llamado tren “de la amistad” que une la India con Paskistan?
¿A quién intereza hacer descarrilar los enormes esfuerzos de normalizacion, en las relaciones bilaterales gravemente sacudidas después de la guerra entre ambos paises?
Lágrimas de horror.Las preguntas son mùltiples, la respuesta es una sola:
Envenear la restauración de relaciones normales entre ambos estados, solo intereza a los nacionalistas, al extremismo de los grupos separatistas de Cachemira o a sus aliados, los extremistas indus, que no admiten la reanudación de relaciones con Pakistán.
Este atentado se produce en un contexto delicado de la normalizaciónn que, incluye el ponerse de acuerdo para reducir los riezgos nucleares, dado que ambos paises, se han constituido en las potencias atómicas rivales, más grandes del sur de Asia.
Este atentado se manifiesta también con una doble criminalidad, por que después de la explosión, se produjo un incendio que abrazó a los vagones contiguos, siendo los tercer clase los mas afectados y donde se produjeron el mayor número de víctimas, a causa de las ventanas, que en la India, este tipo de vagones de tercera clase, son protegidas por barrotes de fierro y sus puertas cerradas desde el exterior.
Escenario del drama.
Este acto odioso nos recuerda otros actos teroríficos que no están tan lejos en el calendario. Asi, por ejemplo, en julio del 2006 se produjeron en las afueras de Bombay, la capital económica de la India, una serie de explosiones que mataron a 200 personas. Habiendo, las autoridades indias, acusado formalmente a los sevicios secretos pakistaneses, sin presentar ninguna prueba concluyente. Las inverstigaciones se terminaron en la frondosidad burocrática, sin haber detenido a ningún sospechoso
El atentado del “tren de la amistad”, se produce casi exactamente, cinco años después de que se produjeran
58 víctimas en el ataque de un tren cerca de Godhra, en el Estado de Gujarat, al oeste del país. El tren, transportaba a extremistas indus de la ciudad de Ayodhya.
1 comentario:
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OBSERVATORIO GLOBAL
Morir
MANUEL CASTELLS
En las últimas semanas han muerto en torno a mí varios amigos y conocidos, algunos de mi edad, otros menos viejos, otros mucho más jóvenes. Es como si un mal viento soplara en estos rincones de la existencia. Con algunos he podido dialogar (bendito internet) durante su proceso terminal. Con otros hemos hablado. De otros me han contado. En todos encontré la serenidad, el valor y, a la vez, la sorpresa de que de repente esto se acaba. Una sensación que yo también experimenté cuando sentí muy de cerca el negro aleteo. Y es que a pesar de que la muerte es nuestra única certidumbre, nuestra cultura se basa en un esfuerzo constante para exiliarla de la vida. La vivimos siempre como la muerte del otro. O la banalizamos en las películas y en las imágenes de actualidad donde la acumulación de muerte, de sangre y de horror cotidianos nos instala en la indiferencia del espectador.
No siempre ha sido así en la experiencia humana. De hecho, a lo largo de la historia, la muerte ha constituido un tema central de las culturas, el misterio y la certeza a partir de los cuales se han organizado las formas de ser y de pensar, empezando por la religión, pasarela de transición entre la vida y la muerte. Pero en una cultura de consumo y gratificación inmediata, en una economía de competitividad y de ser más que el otro, en una política de ganar como sea y de afirmar nuestro poder sobre los demás, la muerte no tiene lugar porque es la relativización definitiva de los logros quiméricos que saturan las horas de cada día. Deprisa, deprisa, precisamente porque hay que acumular lo más posible mientras podamos. Por eso vivo sin vivir en mí, porque para tener más no me puedo parar a sentir la vida. Y porque al cabo de un tiempo de ser así, esa pausa autorreflexiva puede revelar vacíos insoportables, el vértigo del no ser. Más aún: si algo define nuestra sociedad es el individualismo, es decir, la acumulación de activos y la minimización de pasivos dentro de las fronteras biológicas de cada persona. Todo pasa por mí, por lo que quiero, por lo que me satisface. Incluso mis afectos son expresión de mí, objeto de mi deseo o de mi necesidad de poder. Y como el individuo es único, irreproducible, la destrucción de ese individuo, sobre todo si soy yo, acaba con todo. No hay nada más, porque mis proyectos, mi familia, mis amistades, todo eso me importa porque son míos, porque es mi prolongación en otras vidas y actividades. Ysi mis sensores ya no sienten, el principio fundamental de acumulación individual como sentido de todo lo que hago tiene una fecha de caducidad más allá de la cual todo lo que yo he hecho y sufrido pierde todo valor. Del ser al no ser: ésta es la cuestión.
La inmortalidad del espíritu a través de la obra (escribir un libro), la sucesión de generaciones (tener un hijo), la conservación del planeta (plantar un árbol), o sea, las tradicionales recetas populares para perpetuarse más allá de nuestra existencia como individuos pierden sentido en esa carrera contra el tiempo para seguir viviendo. La paradoja de nuestro tiempo: cuando tenemos la esperanza de vida más alta de la historia (unos ochenta años, aunque los promedios no cuentan para usted o para mí) es cuando nos sentimos más vulnerables, tanto que no podemos mirar de frente a los glaucos ojos de lo que nos espera.
Y esta incapacidad de nuestra cultura para integrar la vivencia de la muerte en nuestras vidas conduce al aislamiento de los moribundos, a la hospitalización del fin en las unidades especializadas, al abandono social de algo tan ancestralmente necesario como el luto. Yen último término al profundo lamento que brota de todas las mentes cuando sienten lo inevitable: si lo hubiera sabido...
Tantas cosas que nos dejamos por hacer. Tantos tremendos disgustos por asuntos que nos parecen ahora (y son en realidad) nimiedades. Tanto correr para llegar antes a la parálisis. La sorpresa, la terrible sorpresa. Yya no hay argumentos, ni vuelta de hoja. Tan sólo que no duela. Lo cual generalmente se puede obtener (no siempre) aunque a cambio de anticipar la pérdida de conciencia. Por lo menos, eso sí, la muerte digna. Pero ¿qué es la muerte digna? Oigan lo que escribió hace tiempo el cirujano y gran historiador de la medicina de la Universidad de Yale Sherwin Nuland, en su obra Cómo morimos:"La creencia en la probabilidad de la muerte digna es nuestro intento y el intento de la sociedad de afrontar la realidad de lo que muy frecuentemente es una serie de acontecimientos destructivos que por su propia naturaleza implican la desintegración de la humanidad del moribundo. Muy pocas veces he visto dignidad en el proceso de nuestra muerte. La búsqueda de la dignidad falla cuando los cuerpos fallan... En realidad, la mayor dignidad que encontramos en la muerte es la dignidad de la vida que la precedió". La dignidad de la vida que la precedió. Y también la alegría y el sentido de la vida que la precedió. O sea ahora, para usted y para mí. ¿Sabe qué? Dejo de escribir, deje de leer, salimos al mundo y vivimos. Vivimos, sin más. Como si fuera el último minuto, el último beso, la última mirada y la última caricia del viento primaveral en las ramas del árbol frente a su ventana.
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