Cuando se acribilla a boca de jarro, hay que poner cuidadosamente el ojo para no equivocarse de blanco, lo que equivale a no disparar indistintamente cuando se conoce poco, o cuando se tiene muy poca información, además, unilateral. En el caso de Colombia, hemos constatado que a raíz de las recientes liberaciones de los rehenes, la prensa internacional de puntual obediencia a los regimenes de feroz neoliberalidad, han cargado con todo para despotricar contra las FARC, subrayando su carácter terrorista y sus supuestas vinculaciones con el narcotráfico. A estas acusaciones se suman también, las declaraciones recientes de las personas liberadas, gracias a la intervención, entre otros, del Presidente Chávez y, según las cuales, las condiciones de detención de quienes continúan en situación de cautiverio, serían desastrosas e inhumanas.
El mundo entero ha sentido una espontánea solidaridad con la puesta en libertad de Clara Rojas y Consuelo Gonzáles y el mundo entero se pregunta con legitima inquietud, por la suerte de la Señora Betancourt y por la suerte de otros cientos de rehenes que esperan que de una vez por todas se ponga fin a la privación de su libertad y, los colombianos en su gran mayoría, acarician el sueño de finiquitar globalmente, con la guerra que ensangrienta su país, desde hace cincuenta anos.
¿Qué se puede hacer para que esta terrorífica situación encuentre el final del túnel?
A mi modo de ver, la complejidad enmarañada de este cruento proceso de guerra no podrá resolverse en la continuidad de la guerra, o intensificándola hasta niveles irracionales, hasta alcanzar el fatídico ángulo donde la convergencia del odio, de las pasiones criminales y de la venganza interminable, hagan imposible el diálogo y posible la destrucción total de ese hermoso país. Hay que evitar que la locura del enfrentamiento fratricida, promulgue por los suelos y sobre los campos de batalla, la abominación de la inteligencia, en beneficio de una apología bestial que magnifica la estupidez humana, a la que contribuye, la estupidez de quienes la unilateralizan, de quienes juzgan a la ligera, distribuyendo temerariamente acusaciones y condenaciones que se unen a los designios de los que sacan provecho del escarnio o de la prolongación del conflicto.
En pleno siglo 21, esto es inadmisible. Hay que privilegiar el diálogo. Hay que tener la valentía de reconocer las deplorables condiciones sociales y económicas que originaron el conflicto y su terrorífica evolución para avizorar una puerta de salida. Rehenes y víctimas las hay en ambos bandos y ya es hora de concluir.
Los dramas invisibles al ojo de la humanidad, aquellos que no logran pasar las barreras de la indiferencia y de la información controlada, existen sin embargo. Ellos se desarrollan sigilosamente, sin que los potentes reflectores mediáticos quieran descubrirlos por que sus obediencias, son dependientes de las ideologías del silencio y de la marginación, vigentes en Colombia y en la mayoría de los paises de la región.
Asi, Colombia, después de Somalia y Sudán, es uno de los paises que más sufren en el mundo, a causa de los aterradores desplazamientos masivos de sus poblaciones rurales, que son obligadas brutalmente a abandonar sus pertenencias, bajo la amenaza de muerte. Estos desplazamientos forzados han sido calificados por las Naciones Unidas, como “crímenes contra la humanidad” y alcanzan, según cifras conservadoras, a cuatro millones de personas.
Según el padre François Houtart, profesor emérito de la Universidad católica de Lovaina, los desplazamientos “manu militari”, afectan principalmente a los campesinos, a las comunidades indígenas y a las poblaciones de descendencia africana. Sin duda, la guerra interna que sacude al país, explica en parte esta situación, pero también sirve de pretexto ideal para engrandecer a sangre y fuego, las fronteras de los terratenientes, antiguos y recientes, a los que se unen las empresas nacionales y transnacionales, que operan en la producción del aceite de palma africana; las minas, tales como, Anglogold Ashant. No están exentas del acaparamiento y concentración de tierras, las sociedades petroleras que, como la Repsol, BP Oxy, operan también en la zona.
Gracias a la complicidad y a la participación activa de los grupos paramilitares, a los destacamentos militares del gobierno y a las sociedades de mercenarios al servicio de las empresas privadas, tal como ocurre en Irak, los grandes terratenientes imponen la política de la violencia y del miedo, lo que obliga a las poblaciones rurales a abandonar desesperadamente sus moradas. En la región de Choco, cerca de la frontera panameña, y de Arauca, en la frontera con Venezuela, los campesinos que se niegan a aceptar las condiciones que les proponen para partir, les dicen secamente, “entonces, negociaremos con las viudas”.
A la hora actual, innumerables extensiones de terreno han sido literalmente vaciadas de sus poblaciones ancestrales. El gobierno colombiano ha promulgado una serie de disposiciones legales, que permiten legitimar la expropiación de los terrenos de esos pobladores rurales, desplazados por la fuerza, asegurado de esta manera, la impunidad de los nuevos propietarios que se benefician de las leyes llamadas púdicamente, de “desarrollo social”, de “justicia y paz”, así como las leyes de petróleo y minas.
Un Tribunal de Honor presidido por el padre Houtart y con la participación de la Comisión de Derechos Humanos del Senado colombiano, constató, recientemente, el estado de cosas que venimos de describir y en sus resoluciones finales, expresa su condenación sobre tres series de actores responsables que participan en el mantenimiento de la política de desplazamientos: El Gobierno de Colombia, como responsable principal, los grandes propietarios de tierras y las empresas nacionales e internacionales, implicadas en este modelo inhumano de crecimiento económico.
El mundo entero ha sentido una espontánea solidaridad con la puesta en libertad de Clara Rojas y Consuelo Gonzáles y el mundo entero se pregunta con legitima inquietud, por la suerte de la Señora Betancourt y por la suerte de otros cientos de rehenes que esperan que de una vez por todas se ponga fin a la privación de su libertad y, los colombianos en su gran mayoría, acarician el sueño de finiquitar globalmente, con la guerra que ensangrienta su país, desde hace cincuenta anos.
¿Qué se puede hacer para que esta terrorífica situación encuentre el final del túnel?
A mi modo de ver, la complejidad enmarañada de este cruento proceso de guerra no podrá resolverse en la continuidad de la guerra, o intensificándola hasta niveles irracionales, hasta alcanzar el fatídico ángulo donde la convergencia del odio, de las pasiones criminales y de la venganza interminable, hagan imposible el diálogo y posible la destrucción total de ese hermoso país. Hay que evitar que la locura del enfrentamiento fratricida, promulgue por los suelos y sobre los campos de batalla, la abominación de la inteligencia, en beneficio de una apología bestial que magnifica la estupidez humana, a la que contribuye, la estupidez de quienes la unilateralizan, de quienes juzgan a la ligera, distribuyendo temerariamente acusaciones y condenaciones que se unen a los designios de los que sacan provecho del escarnio o de la prolongación del conflicto.
En pleno siglo 21, esto es inadmisible. Hay que privilegiar el diálogo. Hay que tener la valentía de reconocer las deplorables condiciones sociales y económicas que originaron el conflicto y su terrorífica evolución para avizorar una puerta de salida. Rehenes y víctimas las hay en ambos bandos y ya es hora de concluir.
Los dramas invisibles al ojo de la humanidad, aquellos que no logran pasar las barreras de la indiferencia y de la información controlada, existen sin embargo. Ellos se desarrollan sigilosamente, sin que los potentes reflectores mediáticos quieran descubrirlos por que sus obediencias, son dependientes de las ideologías del silencio y de la marginación, vigentes en Colombia y en la mayoría de los paises de la región.
Asi, Colombia, después de Somalia y Sudán, es uno de los paises que más sufren en el mundo, a causa de los aterradores desplazamientos masivos de sus poblaciones rurales, que son obligadas brutalmente a abandonar sus pertenencias, bajo la amenaza de muerte. Estos desplazamientos forzados han sido calificados por las Naciones Unidas, como “crímenes contra la humanidad” y alcanzan, según cifras conservadoras, a cuatro millones de personas.
Según el padre François Houtart, profesor emérito de la Universidad católica de Lovaina, los desplazamientos “manu militari”, afectan principalmente a los campesinos, a las comunidades indígenas y a las poblaciones de descendencia africana. Sin duda, la guerra interna que sacude al país, explica en parte esta situación, pero también sirve de pretexto ideal para engrandecer a sangre y fuego, las fronteras de los terratenientes, antiguos y recientes, a los que se unen las empresas nacionales y transnacionales, que operan en la producción del aceite de palma africana; las minas, tales como, Anglogold Ashant. No están exentas del acaparamiento y concentración de tierras, las sociedades petroleras que, como la Repsol, BP Oxy, operan también en la zona.
Gracias a la complicidad y a la participación activa de los grupos paramilitares, a los destacamentos militares del gobierno y a las sociedades de mercenarios al servicio de las empresas privadas, tal como ocurre en Irak, los grandes terratenientes imponen la política de la violencia y del miedo, lo que obliga a las poblaciones rurales a abandonar desesperadamente sus moradas. En la región de Choco, cerca de la frontera panameña, y de Arauca, en la frontera con Venezuela, los campesinos que se niegan a aceptar las condiciones que les proponen para partir, les dicen secamente, “entonces, negociaremos con las viudas”.
A la hora actual, innumerables extensiones de terreno han sido literalmente vaciadas de sus poblaciones ancestrales. El gobierno colombiano ha promulgado una serie de disposiciones legales, que permiten legitimar la expropiación de los terrenos de esos pobladores rurales, desplazados por la fuerza, asegurado de esta manera, la impunidad de los nuevos propietarios que se benefician de las leyes llamadas púdicamente, de “desarrollo social”, de “justicia y paz”, así como las leyes de petróleo y minas.
Un Tribunal de Honor presidido por el padre Houtart y con la participación de la Comisión de Derechos Humanos del Senado colombiano, constató, recientemente, el estado de cosas que venimos de describir y en sus resoluciones finales, expresa su condenación sobre tres series de actores responsables que participan en el mantenimiento de la política de desplazamientos: El Gobierno de Colombia, como responsable principal, los grandes propietarios de tierras y las empresas nacionales e internacionales, implicadas en este modelo inhumano de crecimiento económico.
El mismo presidente Uribe reconoció, ante los parlamentarios latinoamericanos que lo visitaron recientemente, que han ocurrido excesos pero anunció que estos serán resueltos, “caso por caso”, lo que lamentablemente individualiza un problema estructural, marginalizando los movimientos sociales y además, esta revisión de casos serán examinados administrativamente y no judicialmente.
Así las cosas, los que obtuvieron sus títulos de propiedad en el ámbito de las negociaciones a punto de fusil y metralleta, serán consagrados en la impunidad y sus nuevos territorios salvaguardados y protegidos por la “legalidad” del Presidente Uribe.