(Vira Gasot)
Cada vez que se habla de Machu Picchu, siempre me asalta la evocación de los enormes preparativos que hice, hace mucho tiempo, cuando se trató de visitar esas ruinas, que no son tales, en una gran excursión “en tren”, con campamento en los alrededores y tutti cuanti. Abandonar el hogar por dos dias consecutivos, se había convertido en una justificada excitación, más grande que aquella del niño Goyito con sus 14 kilómetros de distancia, cuando proyectaba trasladarse desde el Callao hasta la capital.
Infaliblemente, Machu Picchu me hace recordar, también, al viejo tren a vapor, aquel que pasaba todos los dias frente a la escuelita donde mi madre me había inscrito por razones de proximidad y no de distancia, que no es lo mismo aunque suene igual. Mejor me explico. En la proximidad, vivía la gente que nos conocía y nos defendía de mi abuelo y de sus secuaces, quienes acechaban a mi madre por haberme concebido a los 14 años de edad. La distancia, era el largo trayecto que se debía efectuar, el espacio que había que rodear para no toparse con los rencorosos familiares, obcecados por aquella inútil cantaleta provinciana, de vengar con insultos a “la deshonra de la familia…”
A la hora del recreo, mis compañeros y yo, a menudo solíamos invadir todo lo largo de la línea férrea en ese sector y apretábamos la oreja contra los rieles para calcular, bulliciosamente, la incierta posición del tren entre dos puntos; y, con exactitud relativa, apostábamos por el instante mágico de su pasaje vertiginoso, que delante de nuestras narices, frente a nuestros ojos deslumbrados, desplazándose imponente y majestuoso: Nuestro raudo tren, acudía a la cita para saludarnos. El ulular enfurecido de su silbato al cruzar la línea convenida, confirmaba o destronaba nuestros vaticinios, que se festejaban en un mar de jolgorios, de risas y de congratulaciones interminables. Teníamos 10 años. La vida era más que hermosa.
En esos días, vivíamos la época de la desaplicación juiciosa contra lo establecido tan metódicamente, tan ordenadamente. Vivíamos la incomprensión de esos elementos perturbadores de la fiesta permanente, que eran los preceptos y la disciplina, los mandamientos y las órdenes y, a través de nuestras reticencias y de nuestras memorables desobediencias, sólo exaltábamos el gozo simple de la vida, el júbilo inocente que habríamos de perder poco después, de manera irremediable y definitiva, para regresar un dia como hoy, atiborrados de incontenibles presiones en la garganta, con el recuerdo incompleto en el cerebro y con los borrones que no soportan ni la memoria ni la existencia, sin poder trazar nada más, que un esbozo famélico de lo que fue fueron en la vida, nuestros únicos dias de sospechosa felicidad, en el abandono y la despreocupación de la infancia.
Ese día, en la escuela de Kancharina, no solo el sol humedecía la frente de mi amigo Wiliams, Wiliams como el nombre del célebre licor de pera que tanto aficionan los europeos. Sus padres, habían escogido imitativamente este anglicismo que desencajaba penosamente con sus rasgos de inaudita belleza imperial quechua, y cuyos ancestros, fieros en el combate, pero también generosos en la victoria, habrían debido poseer nombres que evocaban la sencillez y la simplicidad de los elementos de la naturaleza que los rodeaban. Pero las fusiones y las influencias se han producido en todos los tiempos, en todos los continentes y se ha perdido el origen y el significado de los nombres, estos han cambiado, incluso en aquellas geografías, al otro lado del hemisferio, donde los nombres que bíblicamente anunciaban la misión de cada hombre sobre la tierra, se han transformado, o han caído en desuso.
Antes, por ejemplo, los paganos conversos al cristianismo cambiaban de nombre; hoy, los que se bautizan, escogen nombres paganos y el santoral religioso se ha convertido en una vaga referencia. Pero mi amigo Wiliams parecía estar contento con su nombre, cuya triste celebridad, a partir de ese día, todavía retintinea en la memoria audio visual de quienes fuimos sus compañeros.
Wiliams, sudaba enormemente, sufría de lo que se denomina una hiperhidrosis localizada en el ámbito craneofacial, se trataba de una enfermedad gobernada por su emotividad y no tenía nada que ver con la higiene personal, lo que convocaba serios trastornos traumáticos en sus relaciones con nosotros y con los maestros. En los recreos, a menudo nos evitaba. Raras veces lo vi contemplar el paso del tren entre nosotros. Nunca daba la mano para saludar, la escondía rigurosamente, incluso con las personas mayores de edad, y este gesto, inexplicable, todos lo interpretábamos incorrectamente, dando motivo a una odiosa animadversión contra el. Esta inquina gratuita que se exteriorizaba entre crueles definiciones y colosales adjetivos, era tan gruesa y nosotros, tan canallas, como injustos.
Los rieles y el tren tenían para Wiliams otra significación, otra división de secuencias lúdicas, que sólo el las comprendía, sólo el sabía qué masticaba entre sus risitas tenues y sospechosas de un desvarió en curso, qué ocultaba en el deleite opíparo se sus silencios prolongados. Era, sin embargo, el único de entre nosotros que se interesaba, además del tren, a los hombres que lo conducían y a las personas que viajaban en el… Ignorando que yo lo observaba, algunas veces se ponía a imitar al palafrenero y al maquinista, y otras, a los invisibles turistas extranjeros, simulando beber y fumar lo que parecían ser, en su mímica particular, habanos o puros enormes, exageradamente largos como quenas. Siempre andaba solo y silencioso y a menudo merodeaba cerca de la “valla peligrosa”, donde los cables que movían el señalizador, estaban rotos desde hacía varios meses y únicamente abría la boca, para señalar el peligro a los pasantes distraídos.
Wiliams, se dedicaba a fabricar farfanchos, farfanchos que lograba vendernos al precio exagerado de sus antipatías, pero valían la pena por su calidad, única constatación en la que todos estábamos de acuerdo sin ningún encono. Apenas concluía sus transacciones, en las que nunca dio su brazo a torcer, siempre buscaba alejarse lo más rápidamente posible de la banda bulliciosa y perversa que conformábamos mis amigos y yo. Nos detestaba a muerte por encima y por sobre todas las cosas, en aquella escuelita pública, que era dirigida a la sazón por un honorable anticuario que se llamaba Santiago Lechuga. Los farfanchos eran, en la capital imperial, un juego inocente, pero podían convertirse como ese dia, en una peligrosa arma blanca.
Un farfancho se forja en un santiamén, los rieles del tren sirven de yunque y no se necesita de oxiacetileno para transformar el estado del metal. A las pocas herramientas básicas que el oficio exige y que de ello el herrero alardea, la confección de un farfancho tampoco necesita ninguna herramienta, ni siquiera del martillo obligatorio para constituir su forma; el arrollador peso de las ruedas del tren y de todos sus vagones, se ocupan de ello, sólo bastaba colocar sobre los rieles, un cápsula de bebida gaseosa y esta se transformaba en un objeto perfectamente plano, redondo y extremadamente filudo. Dos agujeros en el centro esférico y una cuerda que los une, terminaban la confección de este logro infantil. Jugar con el, era lo azaroso y servirse de el, era temerario. Eso es lo que llamábamos, “farfancho”.
Wiliams, también se aislaba replegándose sobre si mismo durante las clases y, con frecuencia, sus silencios obstinados frente a las preguntas de los maestros, lograban sacarlos de sus casillas, haciendo que las iras que desencadenaba en ellos, se acompañaran de terribles gritos que a todos nos hacían temblar y a muchos, humedecer los pantalones; los riñones exageraban su producción y las vejigas infladas e incontinentes, daban la alerta con tímidos goteos que estallaban fulminantes si por desgracia, un acceso de tos o un incipiente viento hacía su inopinada aparición y que como casi siempre ocurre en estas circunstancias, estas impertinencias se presentan voluntariosas, en medio del estrés, de por si, insostenible.
En este escenario, Wiliams logró, en numerosas ocasiones, elevar aún más la temperatura de la clase, de dos de ellas me acuerdo perfectamente como si fuera ayer; la primera, cuando acosado y amenazado de castigo corporal por el titular de cálculo, un severo maestro en fin de carrera, “Don Juan Manuel”, este “cruzó el rubicón” de la furia descontrolada y en el momento preciso en el que le lanzó un puntero, perdió el equilibrio y cayó sobre el suelo, como si fuera una pesada mole cósmica, cuyo estrépito me parece, incluso hoy, que hasta hizo temblar las mamparas de vidrio del salón de clases. Nadie se atrevió a moverse de su pupitre para auxiliar al pedagogo, víctima de su medicina. En su cabeza, la ferocidad de una sola idea lo ayudaba a levantarse soslayando sin dramatismo las evidencias del dolor y de los nacientes hematomas, había que vengar el honor mancillado, y esta vez, el puntero de madera se quebró en dos, sobre la ancha espalda de Wiliams, por quien todo el mundo sintió piedad por la primera vez…
- ¡Maldito Machula, pronto de vas a morir, jijuna! –
Dicho esto, empapado en un repentino sudor que le invadía toda la cara, el desconcierto suplantó a la solidaridad; Wiliams se puso a gimotear clamando su inocencia y por un verdadero milagro no fue expulsado de la Escuela. Al año escolar siguiente, “Don Juan Manuel”, no regresó a Kancharina. Algún dia del mes de mayo en ”El Sol” y en “El Comercio”, los dos únicos periódicos del Cuzco, anunciaron escandalizados que un viejo profesor primario, Juan Manuel Quintanilla, había muerto de inanición, sin haber recibido un solo céntimo de su pensión magisterial. El único de entre nosotros que fue con su padre al velatorio, fue wiliams Huarcaya, con una corona de flores en las manos. A partir de ese dia, todos tuvimos un poco más de respeto mezclado de temores inexplicables por aquel alumno, cuyo grave vaticinio se cumplió, también inexplicablemente.
La segunda vez que Wiliams envió al cementerio a otro maestro, ocurrió pocos meses después del entierro de “Don Juan Manuel”. Esta vez, se trataba de la “Señorita Olga”. Una maestra hecha toda ella de redondos cómicos y coquetos, redondos desde los elementos de la cara hasta los pies. Se decía que esta mujer le ponía los cuernos a su marido, pero de ella, nosotros solo sabíamos que era histérica y “chillona”. Cierta vez, en los exámenes finales, en los que ella efectuaba directamente las calificaciones, Wiliams encontró una nueva injusticia: La prueba escrita que proclamaba su malquerencia rencorosa, ostentaba un inmenso número diez que ocupaba casi toda la longitud de la hoja. Wiliams, con su prueba en la mano, verificaba angustiado en el corredor que antecedía al salón de clases y a donde yo también me encontraba, observándolo, cuando de pronto, me dirigió la palabra, para que certificara que uno de sus ejercicios, sentenciados a la nulidad, había sido respondido correctamente.
“La chancha”, apodo con el que gratificábamos su despotismo, tiró la puerta sobre mis narices después de decirme a gritos que un examen corregido no se revisa jamás. Mi intersección, había fracasado lamentablemente, pero leí en la extraña inmensidad de su cólera, un espacio claro de gratitud y desde ese momento me sentí su amigo, sobre todo cuando intentó reconfortarme de mi frustración: “No te preocupes –me dijo-, esta piña madura
va morir pronto…” La piña madura hacía alusión, entre nosotros, a las prostitutas de la ciudad, que generalmente eran regordetas y tenían una “cierta edad”.
Wiliamns, ya no hacía parte de nuestra clase cuando sobrevino el accidente en el que protagonizó un triste rol, la víspera de nuestro viaje a Machu Picchu. Por esa razón, la mayor parte de mis compañeros lo miraban displicentes, desde una cierta altura, pero siempre con miedo, con ese sentimiento emotivo que se construía en nuestra infancia y que se adicionaba a grandes pasos al miedo que heredamos del instinto de conservación, lo que hace que nos alejemos de lo irracional, de lo que potencialmente atenta contra nuestra vidas, pero que a veces, la inconciencia y la curiosidad de los años mozos, haciéndonos olvidar de nuestra vulnerabilidad y de nuestra mortalidad, hace que también nos acerquemos al peligro, aunque sea para husmearlo. Para mí, era más bien la racionalidad de Wiliams la que me inspiraba ciertas fricciones.
Un concurso de farfanchos había sido organizado en el patio de la escuela. Grandes y chicos podían participar a condición de pagar la inscripción que financiaba el premio del ganador. Los concursantes se eliminaban hasta dejar dos finalistas, uno de los cuales tenía la bulliciosa aclamación de casi toda la escuela, porque se trataba Hanz; un enorme mastodonte, hijo de refugiados alemanes de la Segunda Guerra Mundial y el otro, era Wiliams Huarcaya Mamani, nativo de Calca, provincia del Cuzco.
Del lado de los árbitros que también se ocupaban de la distribución de las apuestas, estábamos, Paco Rodríguez, Hijo de un dentista comunista de la generación de Sergio Caller, fundador del Partido Comunista y yo mismo, Ernesto Sotomayor a secas, sin padre declarado. Con Paco éramos amigos, desde hacía muy poco, el era quien me había iniciado, una semana antes, a descubrir la verdadera significación de la palabra quechua wirataca, que la encontré sembrada por todo lado, cuando nos escurrimos entre las filas de los manifestantes que habían tomado como rehén y prisionero, a un General del Ejército Peruano. Ese dia memorable, que es harina de otro costal, vi por primera vez los cazas supersónicos de la aviación, inmovilizarse eternamente sobre los techos de la catedral.
Todo pasó con la velocidad clásica de lo inesperado, las normas no escritas del juego, señalaban que el combate comenzaba con el choque frontal de los dos farfanchos contrincantes, durante al menos tres minutos, para “motosear” al enemigo, es decir, desposeerlo de filo, para impedir que logre cortar inmediatamente, el resistente hilo que lo sostiene. Nadie respetó las reglas y los dos farfanchos volaron en el aire, aumentando su velocidad por el efecto de las revoluciones alocadas de su liberación, encontrando en el camino de uno de ellos, la frágil retina del ojo derecho de Hanz.
Rangos interminables de colores, aun cuando el nervio óptico había sido dividido de forma simétrica, continuaban a depositar en su cerebro, las últimas informaciones visuales de un paisaje que el cenit del sol transformaba poco a poco en blanco y negro. El iris, ahorrado de la incisión fulminante, se abría y se cerraba haciendo movimientos falsos, en una clara pérdida de control y la sangre de toda la zona herida, se alojó en nuestras blancas camisas de algodón, haciéndonos responsables directos de este drama abominable, que nunca ha terminado de perseguirme.
Nadie me creyó, o fingieron no creerme cuando trate de explicar y atenuar la responsabilidad de Wiliams en aquel terrible accidente, cuando, sobre la ventana de una clase abandonada que nadie utilizaba, encontré la lámina del farfancho de Wiliams para probar que no fue el suyo el que causó el espelúznate tajo. Nada tenía importancia, ya se había encontrado al culpable, cuyo progenitor fue inmediatamente detenido y expulsado de su trabajo de la Municipalidad del Cuzco.
Nuestro viaje a Machu Picchu, en el que escogí a Wiliams como pareja de excursión, aquel viaje preparado en los más ínfimos detalles, fue reportado para el año siguiente, reportados por lo tanto, nuestros sueños de ver las grandiosas moles graníticas, conversar con el cielo y sus galaxias y por razones que ya no me acuerdo, ese viaje también fue cancelado y las subsiguientes ocasiones, también fueron abandonadas por un sin fin de contratiempos de última hora. Al poco tiempo, teníamos también que prepararnos para los exámenes de “aptitud sicológica” que nos conducirían a la “escuela grande”, a la temible secundaria, que para muchos de nosotros se anunciaba con los colores de una profunda inquietud. Dos años más tarde, cuando Paco, su primo Manolo y yo nos encontramos en la misma clase de la Gran Unidad Escolar, Garcilazo de la Vega, nos sentamos sobre el césped del terreno de fútbol para llorar la desaparición voluntaria de Wiliams, el dia anterior, ocurrida exactamente en el lugar que llamábamos: la “valla peligrosa”.
Ahora que Machu Picchu es consagrada como una de las maravillas más grandes de la tierra, ¿creen que tendría la fuerza de visitar en fin, la ciudadela sagrada, sin la evocación dolorosa de haber visto morir cada dia un poco, a un amigo de la infancia?