(Vira Gasot)
Volver a los sesenta, a los años del che cuando nos aprestábamos al ingreso de la escuela secundaria, confinando en el olvido y para siempre nuestras lúdicas mañanas.
Nuestras cálidas emociones deportivas, abandonadas en el último campo improvisado de fútbol, donde el gras apenas se insinuaba en invierno como en verano.
Volver a los sesenta, a los años de Fidel cuando prematuramente colgamos los chimpunes y vacamos las pelotas de trapo, trocando nuestras inconciencias por un quehacer de nobles esperanzas, por una esperanza de encontrar noblezas idealizadas. Por un quehacer activo al que nos asistieron la mirada triste de los niños pobres y la mirada asustada de sus progenitores.
Volver a los sesenta para descubrir el comienzo de las ternuras inconmensurables con el agua, el agua que debería correr libre y ser libre para todos los peces, la tierra anchada para todos los árboles y con ellos y el aire limpio, el patrocinio seguro de todos los pájaros, el recinto interminable de todas las flores y de todos sus perfumes.
En los sesenta amanecimos en el tercer mundo y descubrimos las primeras infamias contra la palabra, contra la tierra y contra el mundo, pero sobre todo contra el hombre, en esos años se nos revelaron las primeras mentiras que cuarenta años más tarde, se erigen sólidas y masificadas por la globalización.
En aquellos años de combates desiguales, sin ser adultos y sin haber dejado de ser niños, aprendimos a pintarrajear afiebrados y jadeantes, ennobleciendo las paredes y embelleciendo los muros de una poesía social incomprendida. Nuestras consignas eran los más bellos cantos por los que hubiéramos dejado la vida y nuestras armonías.
La gran batalla del sindicato Loza Inca que sin duda muy pocos se acuerdan, nos empujo desde los barracones hasta las orillas del mar, enseñándonos a mirar fijo en el iris profundo de la miseria del obrero, enseñándonos también a mirar la cara miserable de la represión en nuestras primeras chironas chalacas, pero gratificados con la extravagante ingenuidad de algunas viejas damas comunistas que acudían con sus colchones, en la creencia que una noche de prisión en el Perú se podía pasar con comodidad.
Volver a los sesenta, donde la férrea organización de la propiedad sobre nuestro territorio, había agigantado su poder y su fortaleza a través de las mismas castas que sobreviven aún hoy, mucho más organizadas e indestructibles por el dominio y posesión fundamental que han desarrollado sobre los bienes de la sociedad, volver a los años de los títeres y los titiriteros, como los militares oscuros que barrieron el paso a Haya, en una égloga de fidelidad rastrera con la gran burguesía nacional, que desconfiaba de la regeneración ideológica del Apra o de su permanente degeneración política.
Volver a los campos marcializados con sus armas de madera y su Blanco capitán, apasionado de justicia, de igualdad, de sueños y romanticismo revolucionario en el Valle agitado de los campesinos de la Convención; volver a los años calamitosos de Belaunde Terry, arquitecto que con García, Fujimori y Toledo constituyen el cuarteto vergonzoso de la entrega y de el servilismo lascivo y eficaz del gran capital nacional y sus de sus correlatos. La burda caricatura de Reforma Agraria, sacralizada por los propios capos de la propiedad en 1963, hoy reclonados y màs opaceos que ayer. Volver a los años de la renuncia masiva de dirigentes apristas antihayistas y entrever las primeras razones armadas, fundamentadas y legales del pueblo, contra la opresión de la autocracia dominante, en las imágenes históricas y respetadas de De la Puente, Lobatón y Bejar. Volver a la Bahía de cochinos y paladear la primera derrota armada del imperialismo americano, las Declaraciones de La Habana que multiplicaron las esperanzas y otorgaron carta de ciudadanía a los sueños imposibles de millones de seres humanos.
Volver a los años del Che, enjuagando su asma con el polvo del combate, y echando su suerte entre las coartadas del destino y entre los pobres de la
tierra. Volver a Bolivia, a La Higuera donde lo abatieron con la crueldad fría y asesina de la CIA. Volver y retornar para enrostrar a sus acusadores
antiguos y modernos que el supuesto maquiavelismo mortífero en la guerra de la Sierra, solo respondió al continente encarnecido del odio, odio feroz
que enarboló el imperialismo y sus aliados los gusanos contra el pueblo Cubano, el salvajismo extraordinario que utilizaron en los sabotajes de bateéis
y otros, los ataques aéreos punitivos y eficaces, los asesinatos de alfabetizadores y los excesos que la dinámica de la beligerancia armada propulsa y
que solo una ética de guerra controla, si ella existe, como la ética que existió en Grau, salvando con generosidad a los caídos.
En Santa Clara o cerca de Santa Clara en Cuba y en los lugares donde el peine del cerco revolucionario descubría a los nuevos insurgentes, existen miles de testimonios del honor militar en esos combates, en los que se respetaron escrupulosamente a los acosados. Los alzados se atrincheraban en cavernas naturales durante días y semanas y el ejército cubano los aprovisionaba de víveres, agua y medicamentos, esperando su salida sin violentarlos. Estas conductas conocidas por el pueblo cubano y desconocidas u ocultadas por sus detractores en el exterior, han hecho que la visión de las gentes sobre si mismas y sobre su revolución sea una visión que abomina los excesos y confirma su orgullo de haberse “fajado” con honor, respetando al adversario.
Esas convicciones ilustran y definen la nobleza de una gran revolución, como lo es la Revolución Cubana. La traición y la puñalada artera no son armas de un revolucionario cubano, ni se inventaron para el.