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viernes, 7 de septiembre de 2007

M. HILDEBRANDT

Martha Hildebrandt tiene razón. Es más, tiene toda la razón del mundo.

Martha Hildebrandt, acaba de declarar, tras el debate sobre la preservación y difusión de lenguas nativas en el Congreso, que no puede discutir ni rozarse con los peruanos que no tienen su nivel cultural ni su formación profesional y nosotros agregaremos, ni su condición humana.

Esa malhadada condición que la aproxima de la bestialidad xenófoba, la más execrable y que la habilita para dialogar, en efecto, únicamente con sus pares, con el residuo gregario de ese quiste purulento que es el fujimorismo y con los tenebrosos líderes del robo, del asesinato en masa, de la abyección criminal y de la First Combina, aproindecente.

Claro, en una lengua de supuraciones racistas, en aquella lengua que sabe conjugar expeditivamente sus raíces germano hitlerianas y su absurda certitud de ser en el Perú de hoy, la puta del virrey Amat de ayer; la empolvada cortesana de orificios extenuados, esa portadora crónica de gonorreas sifilíticas, transformada en machona intolerante, que abomina la “inferioridad de la raza india” y que solo se codea con los terratenientes, los banqueros, los militares y con los obispos fornicadores, aunque hoy por hoy, no dudo que existan quienes interroguen a la conciencia de su inconciencia, sobre el cómo pudieron haberse podido acostar con semejante esperpento. La doctora tiene razón, cada cual en su sitio.

Martha Hildebrandt siempre ha destilado la jactancia de un despiste lingüístico pseudo académico y siempre será incapaz de comprender que vive en un país que no es el suyo, ni por sus ancestros ni por sus acentos de un falso sentimiento de peruanidad, por su convicción de pertenencia exclusiva y excluyente a la “élite”, élite que no es el Perú y a quien apestan todas las referencias de lenguas nativas, privativamente el Quechua y particularmente la inmensa y desconocida cultura que vehicula. En el fondo, sus reparos y su argumentación en contra de la oficialización de las lenguas nativas, es el reconocimiento del miedo de lo que un inmenso movimiento indígena pudiera sentar en materia de derechos, entre otros, el retorno a sus orígenes lingüísticos.

Si una audaz máquina del tiempo pudiera depositarla en el centro infamante de la conquista española, veríamos que habría sido desde su despacho virreynal, de donde salieron los bandos y edictos que condenaron a las huestes quechua-hablantes de Tupac Amaru, conminándolas ha expresarse únicamente en castellano. No hablemos de la extensión de sus prohibiciones que se generalizaron hacia sus vestimentas y sus costumbres, ilustrando el despotismo tiránico, que trasciende en ella y en su actual autoritarismo abusivo y mandón, en sus ínfulas de sapiencia, en medio del aserrín y la pacotilla de un congreso sombrío, justamente sombrío por la ausencia de natural y por los graves excesos de petulancia, arrogancia y pedantería.